ANA CLAUDIA RODRÍGUEZ · Buenos Aires / ARGENTINA

*Coordenada de salida: -34.592201653028425 -58.373730182647705

La manera más fácil de llegar de A a B es preguntando. Pero a mí, no me hizo falta ni eso. Con el azar me llovieron coordenadas que me situaron en un lugar desigual, plano. Vulgar como cualquier cosa. A mi derecha, un banco Santander, a la izquierda un Sheraton, una gasolinera y taxis negros y amarillos. Pregunté dónde estaba (¿Hong Kong? ¿Milán? ¿Lima?). Nadie respondió.
Caminé buscando respuesta (uno, aunque no quiera, camina siempre hacia allí), pero sólo vi bruma, una estela difusa en el cielo (huella de avión) y, más tarde, un macdonalds hipercalórico que me puso de mal humor. ¿Por qué estoy aquí? (Tampoco hubo respuesta)
Más allá (ando despacio, me pesa el cuerpo) un cartel prometedor: “La felicidad es sentirte turista en tu propia ciudad” y en el parque, esos verdes con bancos y papeleras, dos chicos se besan en espiral y viven su amor al aire. Quién sabe, al fin y al cabo, por qué elegimos estar aquí, en este preciso lugar.
Un árbol me salva y sigo caminando, pero la niebla se me metió dentro y ya no me importa ni el olor a frito, ni los chándals a rayas, ni el cable aquél que cuelga demasiado bajo. Allí están las paradas con sándwiches caseros, la calle que es barro y la estación de tren por dentro, que es hermosa como solo pueden serlo todas las estaciones (adornan las partidas y llegadas; animan al destino a seguir más allá).
Y en sólo cien metros, estoy en otro planeta.
Y yo también soy otra.
Pregunto dónde estoy. No hay caso ni pistas. Así que me conformo con mi visión limitada, de 120 grados, que deja atrás demasiada periferia. Ahora hay edificios acristalados, coches adiestrados en fila, una parada de flores –margaritasblancasvioletasazul-. Y siento vergüenza porque estoy mejor con este asfalto bien amaestrado, limpio y residencial. Una tienda HP, un Starbucks (“Coronel Macchiato” en oferta), un anuncio de Coca Cola.
Dónde. Dónde. Dónde.
16.15h. El cielo sigue color arena. Aterrizo, con mis pies, en otro orbe (solo siete minutos después). Una parada de subte, música en altavoz que me anima (nos anima a todos) y bares y tiendas y bares y tiendas. A mi monedero no le va a alcanzar.
Me paro. Apunto. Y reacciono con asco. No hay nada reconocible en mi propia ciudad, que es un espectáculo de obediencia pura, de caminos previsibles y gastados. La estación. Lo residencial. Los comercios. Mi hora y media de expedición se desgajó en tres, como una mandarina reseca con nada más que ofrecer.
Dieciséis calles y no hay nada.






Ni tango. Ni mate. Ni vos.

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